sábado, 4 de junio de 2011

La democracia es incompatible con el miedo

Este artículo plantea la necesidad de conseguir el compromiso de la clase política a renunciar a cualquier tipo de violencia institucional como respuesta sistemática a las movilizaciones pacíficas por parte de la ciudadanía. Se entiende esta condición como necesaria para garantizar el derecho a la libertad de expresión y la salud democrática.

Los violentos sucesos del viernes 27 de mayo en Barcelona, Lleida y Badalona, junto a los de París del domingo 29, son sintomáticos del interés, por parte de algunos poderes, de que la ciudadanía vuelva al estado de letargo en el que se encontraba hasta el 14 de mayo.

Hasta esa fecha, numerosos ciudadanos nos lamentábamos de la aparente indiferencia de la sociedad española ante las agresiones, en forma de recortes, a los que el Estado, desenmascarado como fiel representante de los grandes poderes, nos lleva sometiendo con cada vez más virulencia. Parecía que los ciudadanos españoles, los mismos que invadimos las calles para celebrar el triunfo mundialista de la selección, estuviésemos condenados al inmovilismo a la hora de defender nuestros derechos.

Muchos intelectuales llevaban tiempo pidiendo a la sociedad una reacción contra la continua degradación que el estado del bienestar lleva sufriendo desde hace años. Principalmente, éstos han aportado numerosos argumentos con el fin de alertar a la ciudadanía contra el neoliberalismo, el mismo que causó la crisis y de la cual ahora saca enormes provechos. Sin embargo aquellas advertencias no lograban penetrar en la población; al respecto, la falta de eco en los medios de comunicación tradicionales fue y sigue siendo clamorosa al respecto.

El inmovilismo se mantenía, aún con casi 5 millones de parados. Se respiraba miedo y resignación. Miedo a perder aún más derechos, resignación a aceptar contratos con condiciones laborales lamentables y menguantes. La consigna del conformismo se resumía en los repetidos "al menos tengo un trabajo" o "me queda la ayuda de no-sé-cuántos euros". Tales circunstancias se podrían comprender en el marco de la Doctrina del Shock de Naomi Klein: nos encontrábamos con una población desinformada, atenazada y confundida por los efectos de una crisis, que aceptaría cualquier cosa a cambio de la promesa de salir de aquélla.

Fue una suma de circunstancias la que propició un cambio de actitud en parte de la población, que repentinamente se volvió permeable a argumentos distintos a los esgrimidos por los voceros del neoliberalismo. Al fin y al cabo, la sociedad progresivamente había dejado de lado a los medios tradicionales para pasar a informarse a través de redes sociales. Algo comenzaba a cambiar. El miedo era mitigado por una suma de información e indignación. El miedo a la crisis, como tal, se va diluyendo, parte de la población empieza a comprender que quienes la causaron siguen igual que antes. No fue una crisis de los mercados, como nos hicieron creer, fue una crisis contra los ciudadanos. El buen virus de la indignación comenzó a propagarse entre la mayoría, quienes se preguntaban más allá de sus adentros por la calidad de la democracia que vivimos, por la realidad del sistema económico, por quienes pervirtieron los mercados y por quienes lo consintieron.

Por fin, en muchas personas, la indignación ha superado al miedo, ese sentimiento irracional que nos condena a vivir como ciudadanos de segunda categoría. Cuando la ciudadanía se vuelve sumisa, acepta que las decisiones las tomen otros, bajo el dogma de que es mejor que los poderosos se encuentren satisfechos, para al menos poder disfrutar de sus migajas. Esta mentalidad ha permitido la esclavitud a lo largo de la historia, cuando la población mayoritariamente renuncia a su libertad de pensamiento para dejarse llevar por quienes detentan los poderes.

Esa misma población sumisa, por desgracia aún extensa, es la que actúa de censora de los ciudadanos que estos días se reúnen en las plazas para mostrar su indignación, la que repite litúrgicamente las consignas de los medios que criminalizan con mentiras a esa juventud que apuesta por cambiar este mundo a mejor. Sin embargo, si el movimiento 15M mantiene su vigor, será inevitable que su mensaje cale poco a poco al resto de la ciudadanía. Porque, quienes no quieren líos con los poderosos, quienes se conforman con las migajas, tampoco ven claro el futuro. Incluso el vecino anónimo de la plaza, que sigue el juego a la prensa amarillista y se inventa declaraciones sobre el incivismo de sus conciudadanos acampados, sabe que el sistema económico, político y social al que se vende no garantiza más que precariedad y degradación del nivel de vida de sus hijos y nietos.

A más débil se sientan los poderosos, cuanto más amenazados se sientan, con más crudeza azuzarán a sus peones en la política para que frenen a la ciudadanía que se va volviendo contestataria. A cualquier precio, con tal de restablecer el miedo, el conformismo, la actitud de no querer meterse en líos. Por simple sentido común, resulta contradictorio que se envíen fuerzas antidisturbios contra personas en actitud pacífica, que se responda con represión a ciudadanos cuya exigencia es una democracia sana y plural. En tales condiciones, no hay razón que justifique agresión alguna desde el contexto del estado de derecho. Por eso, cada golpe recibido por un ciudadano en actitud pacífica, cada infamia vertida por los medios contra quien exige un mundo mejor, demuestra que esta crisis es también crisis de democracia.

Por tanto, la violencia desproporcionada hacia los ciudadanos es el principal escollo al que se enfrenta la esperanza de cambio hacia una sociedad más justa. El miedo a la agresión institucionalizada no puede convertirse en elemento de desincentivo a las movilizaciones pacíficas. Es por ello, que los demócratas hemos de exigir a los políticos su compromiso a no utilizar la violencia contra los ciudadanos, preservando así su derecho a pensar, expresarse y manifestarse libremente.

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